Cada mañana cogía el tren para ir a trabajar.
Dejó su coche de lado a raíz de un accidente que trastocó sus recuerdos, dejándole
sin parte de su memoria a corto plazo. Jesús seguía siempre el mismo guión: Una
plácida ducha de agua caliente, un desayuno en el bar que había junto a la
estación, un cigarro en el andén justo antes de que llegara el tren y el mismo
asiento cada día.
La situación dejó de
ser tan monótona cuando entabló conversación con una hermosa chica que
compartía su camino. Nunca se había caracterizado por tener desparpajo a la
hora de hablar con chicas, pero desde
que tuvo el accidente, fue a peor. Todo aquello no importaba. Ella llevaba la
voz cantante; más aún cuando le conto porqué era tan introvertido. De esta forma,
cada vez que hablaba con ella se sentía un poco más cómodo.
Tanto bromeaban que los pasajeros les miraban
unas veces con asombro, otras con cierto atisbo de recelo. Incluso en contadas
situaciones le rogó que bajara la voz de sus comentarios algo más subidos de
tono. Aún se sonrojaba recordando a aquella madre que se llevó a su hija
pequeña al vagón contiguo. Nada de eso le importaba siempre que Raquel compartiera
el trayecto con él.
Esa mañana cuando la vio estaba menos risueña
de lo normal porque se encontraba un poco enferma. Jesús sabía que era época de
gripe y que tarde o temprano caían todos. Se acababa de tomar las pastillas que
Laura, su hermana, le llevó cuando se empezó a sentir febril.
A la
mañana siguiente se encontraba muy cansado. Tenía poco apetito y fue
directamente a sentarse dentro del vagón. Nada salió bien ese día. Resultó que Raquel no le acompañaba en el asiento de al lado y pensó que probablemente estuviera guardando reposo.
Al llegar a su casa le pidió a su hermana el
favor de cuidarlo durante la noche. Comenzó a encontrarse peor.
Recordó a Raquel entre los sudores y desvaríos:
-Llama a Raquel, quiero saber si está bien...
Su hermana le dijo que no se preocupara, que
los efectos de las pastillas pronto pasarían.
No entendió a que se refería Laura. Imaginó
que era por la fiebre, de modo que cerró los ojos e intentó dormir.
Cuando amaneció parecía otro hombre. Después
de la ducha vio claro que ya estaba mucho mejor. Se relamió observando el
desayuno. Antes de darle el primer bocado al pan tostado le preguntó a Laura si
había llamado a Raquel. Ella le dijo que no tenía ninguna amiga que se llamara
así, mientras Jesús la miraba atónito por lo que estaba escuchando. Antes de
responder a su hermana, agarró el teléfono. Mirándola fijamente se puso el
auricular en la oreja. Su cara de disgusto
era reflejo de que Raquel no había respondido.
-Debe haberse ido a trabajar.- Dijo.
Laura le agarró la mano y le dijo que la
chica era fruto de la esquizofrenia que sufría. Él no pudo evitar soltarle la
mano enseguida y pensar que se había vuelto loca. Pero ella le explicó que no
la recordaba por culpa del accidente. Que sentía mucho haber tardado tanto en
darse cuenta de que le había socorrido demasiado tarde. La excusa perfecta fue
hablarle de la hipotética gripe que asolaba, sabía que su hermano cedería ante
su innata hipocondría, para que así, se tomara las pastillas sin notar lo que
eran en realidad.
Todos los días posteriores marchaba solo al
trabajo. La medicación estaba cumpliendo, a pesar de los efectos secundarios.
Eran viajes tristes y solitarios en el nuevo e incomodo asiento al que se había
cambiado. Al menos compensaba el hecho de volver a su casa y que no lo hubieran
mirado como a un loco cuando hablaba con Raquel. Dejó de relacionarse con la
gente y no atendía a las llamadas de su hermana. Con la medicación le costaba
dormir la mayoría de las noches.
Un día, Laura, preocupada por no saber
nada de él en los últimos días. Fue hasta su casa, abrió con su llave y se
dirigió al salón. Sobre la mesa estaba el bote de pastillas prácticamente lleno
y había un papel escrito que decía: «Jamás sabrás lo que es el amor.»