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viernes, 6 de enero de 2017

Lugares de guerra en tiempo de paz



A cada paso que daba, las suelas de mis botas quedaban selladas en el barro por las heladas y lluvias de los días previos. El frío de esa mañana había hecho mella en el coraje de los hombres, hastiados por la densa capa de niebla que se cernía entre nuestra posición y las trincheras alemanas. Nos apelotonábamos junto a los braseros para luchar contra las bajas temperaturas, pero no era suficiente para combatir la masa helada de muerte que nos golpeaba en todo momento.
Ese día  por la noche tenía que montar guardia. Era veinticuatro de Diciembre, pero poco importaba esa fecha. El verdadero problema era que aquella niebla no afectara en mi tarea. Mientras me preparaba para llegar a la posición que me habían asignado, el frío seguía clavándose en mi pecho, mi rostro, mis manos… Eran como mil agujas que, sin descanso, arremetían una y otra vez contra todos los rincones de mi piel. Aunque eso era más llevadero que el entumecimiento y el inaguantable picazón de mis pies. Estaba asustado, ya había visto a varios camaradas rogando desesperados para que el médico no se lo amputara, y cuando caían resignados, se podía ver el estado en el que se encontraba su extremidad, que se mostraba de un color negruzco sobrecogedor.
Me acomodé como pude en la trinchera, dejando a un lado mi arma y al otro una cantimplora metálica que mi hijo me había regalado antes de marcharme. Me quedé observando a algunos de mis compañeros que se encontraban allí: no había bromas; tampoco risas de aquellos que podían perecer por cuenta ajena.
Me cubrí la cara con un trapo cuando la noche se estaba cerrando. El día anterior se había escuchado el estallar de los fusiles y morteros en el frente de los Kartoffel, esperaba no tener que enfrentarse a esa situación en la víspera de Navidad. El silencio nos aturdía; el frío, nos paralizaba poco a poco; el hambre nos adormecía, apoyados en nuestros propios fusiles. Una Melodía familiar, que arrastraba el viento, me sacó del ensimismamiento en el que me había sumergido. Solo era un suave hilo de voz que se iba acrecentando, pero consiguió la reacción de los hombres que lo comenzaban a escuchar. No entendía su lengua, así que me centré en esa melodía que emprendieron a cantar al unísono. Antes de que pudiera recordarlo uno de mis camaradas comenzó a cantar Noche de Paz.
Aún cuando llegó la mañana del veinticinco de Diciembre no era capaz de salir de mi propio asombro. Todos habíamos entonado aquel villancico: alemanes e ingleses. Amparados en el manto de aquella noche quedamos hermanados, de forma que muchos no pudimos evitar generar la duda sobre la malicia del bando opresor.
 Escuché un grito junto a mí. Uno de los soldados se asomó fuera de nuestra trinchera. Aunque para sorpresa de todos no cayó presa de una bala, si no que salió a tierra de nadie, adentrándose hacia las líneas enemigas. Otros comenzaron a asomarse sin ocultar su curiosidad. Cuando me incorporé pude ver como un soldado con uniforme alemán se encontraba a unos doscientos metros de cada uno de los bandos. Unos pocos comenzaron a unirse; después el resto perdimos el miedo a quedarnos con las espaldas al descubierto. La escena entre los soldados que, hasta hace pocas horas querían asesinarse, era digna de recordar: dándose fraternalmente la mano para felicitarse la Navidad, se mostraban fotos de familiares que anhelaban, compartían comida y bebida. Incluso acabamos jugando un partido de fútbol.

A pesar de la mala cara de algunos superiores nada podían hacer en contra de sus hombres, que a cada minuto que pasaba se animaban más. Probablemente los hubieran apaleado, y después fusilado para acallarlos y seguir manteniendo el orden, pero ese no era el momento.