A cada paso
que daba, las suelas de mis botas quedaban selladas en el barro por las heladas y lluvias de los días previos. El frío de esa mañana había
hecho mella en el coraje de los hombres, hastiados por la densa capa de niebla que
se cernía entre nuestra posición y las trincheras alemanas. Nos apelotonábamos junto
a los braseros para luchar contra las bajas temperaturas, pero no era
suficiente para combatir la masa helada de muerte que nos golpeaba en todo momento.
Ese día por
la noche tenía que montar guardia. Era veinticuatro de Diciembre, pero poco
importaba esa fecha. El verdadero problema era que aquella niebla no afectara
en mi tarea. Mientras me preparaba para llegar a la posición que me habían
asignado, el frío seguía clavándose en mi pecho, mi rostro, mis manos… Eran
como mil agujas que, sin descanso, arremetían una y otra vez contra todos los
rincones de mi piel. Aunque eso era más llevadero que el entumecimiento y el
inaguantable picazón de mis pies. Estaba asustado, ya había visto a varios
camaradas rogando desesperados para que el médico no se lo amputara, y cuando
caían resignados, se podía ver el estado en el que se encontraba su extremidad, que
se mostraba de un color negruzco sobrecogedor.
Me acomodé
como pude en la trinchera, dejando a un lado mi arma y al otro una cantimplora
metálica que mi hijo me había regalado antes de marcharme. Me quedé observando
a algunos de mis compañeros que se encontraban allí: no había bromas; tampoco
risas de aquellos que podían perecer por cuenta ajena.
Me cubrí la
cara con un trapo cuando la noche se estaba cerrando. El día anterior se había
escuchado el estallar de los fusiles y morteros en el frente de los Kartoffel, esperaba
no tener que enfrentarse a esa situación en la víspera de Navidad. El silencio
nos aturdía; el frío, nos paralizaba poco a poco; el hambre nos adormecía,
apoyados en nuestros propios fusiles. Una Melodía familiar, que arrastraba el
viento, me sacó del ensimismamiento en el que me había sumergido. Solo era un
suave hilo de voz que se iba acrecentando, pero consiguió la reacción de los
hombres que lo comenzaban a escuchar. No entendía su lengua, así que me centré
en esa melodía que emprendieron a cantar al unísono. Antes de que pudiera recordarlo
uno de mis camaradas comenzó a cantar Noche
de Paz.
Aún cuando
llegó la mañana del veinticinco de Diciembre no era capaz de salir de mi propio
asombro. Todos habíamos entonado aquel villancico: alemanes e ingleses. Amparados
en el manto de aquella noche quedamos hermanados, de forma que muchos no pudimos
evitar generar la duda sobre la malicia del bando opresor.
Escuché un grito junto a mí. Uno de los
soldados se asomó fuera de nuestra trinchera. Aunque para sorpresa de todos no
cayó presa de una bala, si no que salió a tierra de nadie, adentrándose hacia las líneas enemigas.
Otros comenzaron a asomarse sin ocultar su curiosidad. Cuando me incorporé pude
ver como un soldado con uniforme alemán se encontraba a unos doscientos metros
de cada uno de los bandos. Unos pocos comenzaron a unirse; después
el resto perdimos el miedo a quedarnos con las espaldas al descubierto. La
escena entre los soldados que, hasta hace pocas horas querían asesinarse, era
digna de recordar: dándose fraternalmente la mano para felicitarse la Navidad,
se mostraban fotos de familiares que anhelaban, compartían comida y bebida. Incluso
acabamos jugando un partido de fútbol.
A pesar de
la mala cara de algunos superiores nada podían hacer en contra de sus hombres,
que a cada minuto que pasaba se animaban más. Probablemente los hubieran
apaleado, y después fusilado para acallarlos y seguir manteniendo el orden, pero ese no era el momento.